viernes, 4 de octubre de 2013

En el hospital

La foto sin flash salió mal. (Veo esto y me gana el odio, tacheros hijos de puta)
Una vez en el shock room, él y una chica -entiendo que enfermeros ambos- me miraron la herida y dijeron que había que coser. La primera vez que me iban a coser... El tipo me afeitó la zona cercana a la herida, yo le hice una broma referida a su moderno corte de pelo y, mientras esperábamos que vinieran el médico y el cirujano, les pedí que me sacaran una foto del corte. Hasta me acuerdo de que sacaron dos, porque la primera, sin flash, no dejó conforme a la enfermera devenida fotógrafa. Según ellos, una herida así no se hace a mano limpia, sino con una manopla o, al menos, con un anillo.
Después vino el médico, de origen altiplánico, a quien le conté nuevamente los hechos. Me hizo una orden para dos radiografías de mi cabeza y una de mis costillas derechas, donde había recibido la última patada, el único golpe que pude identificar en el momento de recibirlo. Le insistí especialmente respecto de la situación legal: qué tenía que hacer yo -y qué tenía que hacer él- para que, cuando fuera a hacer la denuncia, o más adelante en el proceso, no me dijeran "falta tal cosa".
Al rato entró un pibe de unos veintipocos años con un balazo en la pierna. Le habían querido robar una cadenita por Caseros y Pichincha, y el balazo le fracturó un hueso, el peroné o la tibia. Alcancé a ver su radiografía, y parecía rebanado con un hacha: había que operarlo y ponerle un clavo. Luego llegaron su novia con un par de amigos y la hermana... De a ratos estaba bien de ánimo, y de a ratos como que caía, y parecía a punto de quebrar. En el hospital no había cama, y tuvo que gestionar él, desde uno de sus teléfonos, un lugar (el Finochietto, de Avellaneda, donde labura un familiar de un amigo), porque tampoco tenía prepago. Ni una silla de ruedas había en la guardia para que se fuera: un amigo de él debió llevarlo en brazos.
Como el cirujano se seguía demorando ("está operando", fue la explicación), me dijeron que ganara tiempo y me sacara las radiografías. En ese tiempo muerto, le di un poco de azúcar a mi cuerpo tomando el jugo Ades que llevaba. Lo saqué del bolsillo derecho del pantalón y vi que estaba todo abollado, como si hubiera recibido alguna de las patadas que me dieron cuando caí al piso. Recién ahí tomé conciencia de que la cámara pudo haber corrido igual suerte, porque la llevaba en el bolsillo izquierdo, pero afortunadamente salió ilesa.
Fui a la sala de rayos y, mientras esperabámos, tuve que contar nuevamente lo que me había pasado. Esta vez a una chica muy linda y a su pareja, que acompañaban al hermano de ella, quien, un poco alcoholizado -como de costumbre, según decían-, había tenido un entredicho del que salió maltrecho. Otro de los presentes, tal vez un enfermero, me preguntó si me habían dicho que me tenían que dar la antitetánica, y le contesté que no. Se enojó por eso ("¡cómo puede ser que no te lo hayan dicho?"), y yo traté de ser componedor con un "me lo dirá el cirujano, supongo".
Me acuerdo de la chica, rubia, de unos 30-35 años, con campera negra, porque yo trataba de no mirarla demasiado para que no se notara que me gustaba mucho. Antes de que me atendieran, alguien hizo saber que había llegado el cirujano, y volví al shock room. Le conté a él también lo que me había pasado, y sin hacer mayores comentarios me cosió. Primero fueron unos cuantos pinchazos en la cabeza, los más dolorosos, y luego el hilo y la aguja...
Al terminar, vi un par de gasas que había usado, y estaban empapadas de sangre. No rojas en el centro, rosadas alrededor del centro y blancas en los extremos. Todas rojas de sangre viva, de sangre mía. Poco después de eso, y antes de volver a la sala de rayos, empecé a sentirme mareado, y a ver algo que podría describir como una guirnalda de colores del lado izquierdo. En las historietas son estrellitas, pero esta vez eran guirnaldas.
Eso y una sensación de debilidad parecida a la única vez que me desmayé fueron un alerta para mí. Y les di el alerta a ellos. Me dijeron que me sentara en una silla con apoyabrazos y respaldo, y lentamente fui recuperándome. Cuando me sentí un poquito mejor, y consciente de que a mi cuerpo le quedaba poca energía, decidí comprar otro jugo o algo para comer.
Recordé el kiosco del pasillo, a la izquierda del hall de entrada, y cuando estaba yendo hacia allí, un niño pequeño, junto a su madre -también ellos de rasgos altiplánicos-, lloraba mucho por una herida en la cabeza. El cirujano cero onda lo atendía indiferente, y yo le hice un gesto al chico, tratando de aliviarlo. Obviamente, fue en vano. Se me ocurrió decirle: "Si es como me pasó a mí, lo más doloroso son esos pinchazos. El hilo no duele tanto". Pero no se lo dije. No sé por qué.
Llegué al kiosco, y estaba cerrado. Entonces salí del hospital, crucé la calle y fui a un kiosco que vi enfrente. Pedí un jugo Ades y le pregunté al kiosquero cuánto costaba, porque sólo tenía 5 pesos. Le dije "sólo tengo 5 pesos", y el jugo costaba 5 pesos...
Me lo tomé mientras esperaba de nuevo en la sala de rayos. Finalmente, me atendieron, y, de nuevo, debí contar lo que me había pasado. Temí haberme movido durante la placa de tórax, pero no me dijeron nada cuando me las dieron. Volví al shock room, que había quedado vacío, y me quedé ahí, esperando al doctor. El tiempo pasaba y nadie venía a ver las radiografías ni a preguntarme cómo estaba.
Al rato apareció una mina, que parecía médica, e interrumpí su difusa actividad para preguntarle qué hacer. Me dijo que esperara, que el médico ya iba a venir. No sé cuántos minutos pasaron, pero seguro fue un rato considerable. Creo que fue en esa espera que me lavé las manos. Las conservaba ensangrentadas a propósito, porque también quería una foto de ellas, pero el tiempo pasó, la gente se fue, y ya no dio ni pedirle a alguien que me sacara una foto ni, menos, hacerlo yo solo.
Al final, fui a buscar al médico a la otra punta de la guardia. Esperé a que terminara con la paciente a la que atendía y lo encaré. Tuve que darle mis datos nuevamente, casi que debí explicarle todo de nuevo. Miró la placa de tórax con un detenimiento que parecía revelar que no veía nada -tal vez por la poca fuerza de los tubos fluorescentes-, me dijo que me fajara y me recetó un antibiótico y, tal vez, un analgésico. Las radiografías de mi cabeza ni las miró. Yo insistí con las preguntas respecto de qué pasos seguir (recuerdo que le pedí el número de página del libro de guardia donde estaban anotados los datos, seguramente porque alguien me indicó eso) , y me parece que él tampoco tenía mucha idea. Me di cuenta rápidamente de que no iba a obtener más datos útiles, y ahí terminó todo.
Y me volví a casa para comer algo antes de ir a hacer la denuncia en la 10ª.

(Continuará... En la comisaría)

2 comentarios:

  1. Definitivamente parece que tu historia se vive en cada rincón de Latinoamérica donde se habla de justicia y no pasa de ser más que un simple blablabla, y te desanimás con la eterna tramitología que a la final solo te deja sinsabores. Aunque tarde, me identifico con vos y deseo que superés el trauma de la violencia.

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  2. Gracias por el comentario y por la empatía.

    La verdad es que todo es una mierda y una mentira.
    Y eso que no llegué a contar cuando fui a la guardia del hospital público, con las costillas doloridas, martes y dos veces miércoles, y no atendían durante dos o tres horas.
    Y cuando volví el domingo, el doctor me echó a los gritos: "¿Cómo consultás por esto un domingo?".
    Después los doctores se quejan cuando los pacientes los cagan a trompadas.

    De nuevo, gracias por el deseo. Si bien cuando voy caminando y estaciona o se detiene un auto junto a la vereda, tengo un rush de adrenalina, el resto del tiempo estoy más tranquilo. ¡Hasta me animé a pasar un par de veces por el lugar del incidente!

    Saludos!!

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