viernes, 27 de septiembre de 2013

Camino al hospital


violencia urbana impune mi cabeza rota
Una de las fotos que me saqué mientras iba al hospital

Se fueron, y quedé donde me dejaron tirado: en la vereda. Me senté con la espalda apoyada en la pared y con un desconcierto tan grande que es lo que más me cuesta describir hasta este punto del relato. Tratando de reacomodarme física y mentalmente después de la inesperada tempestad, siento el sabor de la sangre en la boca. Paso la lengua por el dorso de mi mano derecha y veo la saliva veteada de rojo. Antes o después de eso, pienso: "Ya pasó, sigamos con lo que íbamos a hacer".
Alguna gente, muy poca, pasa caminando por la vereda, y nadie nota nada en esta persona aturdida que está sentada en la vereda. Unos pocos minutos después, tal vez dos o tres, siento una humedad en el cuello, del lado izquierdo. Me paso la mano y la saco empapada de sangre. Es la primera vez que estoy en una situación así, y no sé si ir primero al hospital o a la comisaría; pero está claro que esos son mis próximos dos destinos, que el plan anterior acaba de quedar en el olvido.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pero habrán sido tres o cuatro las veces que me pasé nuevamente la mano por el cuello con la esperanza de que fuese menos la sangre que me quedara en las manos. Y eso no ocurría... Recuerdo que un par de veces apoyé con fuerza la cabeza contra la pared, a la altura de donde imaginé que estaba la herida -que no me dolía-. Obviamente, fue en vano: la sangre siguió saliendo. Y (poca) gente siguió pasando sin reparar en mí, salvo una criatura de cuatro o cinco años, que caminaba de la mano de su madre. Tal vez me haya mirado porque estaba a su altura, tal vez porque hice un gesto con la mano, como saludándola, y las palmas estaban totalmente rojas.
(Me pregunto ahora, recordando y escribiendo:  ¿por qué no le dije nada a nadie?, ¿por qué no le dije a alguien que pasaba, al tipo del garaje de al lado? ¿Y por qué no grité? ¿Y por qué no pude defenderme ni parar un solo golpe? ¿Hay algo vincualdo con sentirme culpable en la decisión de arreglarme solo, de no decirle a alguien "me cagaron a palos, estoy sin teléfono, estoy sangrando mal"? Encima, en Buenos Aires casi no quedan teléfonos públicos. Justamente, a diez metros de ahí había uno, del que solo quedan un cuadrado de cemento en la vereda y mi recuerdo.)
Cuando me resultó evidente que la sangre no iba a parar, decidí que primero iba a ir al hospital. Primero y ya. Al más cercano, al Ramos Mejía, porque no tengo prepaga. Me paré y emprendí el camino, mientras recordé que en Boedo e Independencia, en la esquina del restorán, había visto a un policía cuando pasé por ahí, cuando crucé la calle y fui unos metros por la vereda de la sombra para evitar el semáforo peatonal a mitad de cuadra. En el trayecto, encontré un papel y anoté con la llave la patente del taxi de los agresores: JRQ780.
Llegué a Boedo y el policía no estaba. Lo vi a lo lejos, acercándose a Maza, y lo alcancé cuando él ya había doblado. No recuerdo qué le dije para llamar su atención, me preguntó si "¿pasa algo?" y le respondí "sí", mostrándole las palmas de mis manos rojas. Su expresión cambió, me preguntó qué había pasado, y le conté mientras caminábamos hasta México. Me dijo que, como el hecho había ocurrido del otro lado de Boedo, la denuncia la tenía que hacer en la comisaría décima. Me dijo que hiciera la denuncia cuando le pregunté sobre las posibles consecuencias que podría acarrarme, habida cuenta de las amenazas. Me dijo a qué hospital ir, cosa que yo ya sabía...
De eso y de alguna cosa más hablamos en la esquina, donde nos detuvimos unos minutos. Semanas más tarde, y a raíz del comentario de una médica, caí en la cuenta de que no se ofreció a acompañarme, de que no me preguntó cómo me sentía o si estaba en condiciones para llegar al hospital. Nada. Sus palabras y su presencia tenían un límite: Maza y México, esquina sudoeste. Fui por México, por la vereda norte, y, mientras caminaba, me saqué unas fotos del lugar donde intuía que estaba la herida. Ninguna me dio una imagen clara de la situación.
Llegué al hospital, le dije al tipo que estaba en la ventanilla de la guardia lo que me había pasado y, nuevamente, la atención y el interés aumentaron cuando mostré mis manos. Me dijo "pasá por la segunda puerta", y allí fui.

(Continuará... En el hospital)

jueves, 19 de septiembre de 2013

Cómo me rompieron la cabeza


El lugar donde me cagaron a golpes. Independencia al 4000, justo donde están las ventanas esas.

El sábado 13 de abril estaba fresco. Creo que fue el primer fin de semana fresco, de esos cuyas tardes no permiten salir a la calle en remera. El portero estaba haciendo unos arreglos en casa, y decidí salir a dar una vuelta. El destino lo elegí a una cuadra de casa, cuando volví sobre mis pasos y fui hacia Independencia para llegar a Caballito. Tal vez fuera a dar un paseo en el tranvía histórico, tal vez sólo sacara algunas fotos urbanas por ahí.
Sin campera, sólo con un buzo, elegí caminar por la vereda del sol para mitigar el frío. Cuando estaba por cruzar Castro (o, tal vez, Yapeyú) veo que un niño gordo, de unos 10 o 12 años, viene corriendo en sentido contrario al mío. Tenía una remera blanca, posiblemente con la inscripción de un colegio, y, si no me equivoco, una campera de gimnasia abierta. Su cara estaba completamente colorada por el esfuerzo, y en esos instantes en que hice contacto visual con él noté que no me había visto, que su mirada estaba fijada en un punto detrás mío.
Habrá pasado medio segundo. Quizá uno entero. Ese tiempo ínfimo en que seguí mirándolo hasta darme cuenta de que no sólo no me había visto, sino, también, de que ya no me iba a ver, y que me iba a llevar por delante. No iba a ser un choque plenamente frontal, sino que su lado derecho iba a impactar contra el mío. Lo único a lo que atiné fue a protegerme, cubriéndome el torso con mi brazo derecho flexionado sobre el pecho. (Recién en el hospital, reconstruyendo mentalmente el hecho, pude responderme la pregunta "¿por qué no lo esquivé?": no pude hacerlo porque yo iba del lado de la pared. El que tenía margen para abrirse era él).
El choque me dolió, pero no le dije nada. Era un chico. A un tipo grande le habría dicho, al menos, "mirá por dónde caminás, boludo". Él tampoco dijo nada. Unos cuantos metros más adelante pensé "me dolió más a mí que a él", y me di vuelta para ver si acusaba el golpe como yo, pero no lo vi.
Seguí caminando, me agarró el semáforo de Quintino Bocayuva. Cuando se puso en verde, crucé esa calle. Pasé por la heladería de la esquina, por el kiosco donde venden relojes, por el kiosco que está junto al garaje, por la puerta del garaje... A esa altura recuerdo haber girado mi cabeza hacia mi derecha, sin detenerme, sorprendido por algo: era un taxi que venía muy rápido y se detenía junto a mí. En esa foto mental el taxi ya tenía la puerta del conductor abierta, como si este la estuviera sosteniendo con la mano mientras frenaba.
Volví a mirar al frente y no habré dado más de tres pasos que siento golpes en mi cara, en toda mi cabeza, unos golpes que me sacuden y me dejan mirando para la vereda de enfrente. Unos golpes que no me dejan ver, porque me encorvo para protegerme y porque, aun sin verlas, puedo sentir que son varias personas las que me pegan. Unos golpes que, finalmente, me hacen caer al piso, donde me siguen pegando, ya no solo trompadas, sino también patadas.
Recién cuando estoy en el piso dicen algo que explica la situación. Dicen que le pegué a un chico. Dicen que el chico es el hijo de uno de ellos. La golpiza se interrumpe unos segundos y puedo ver que en el asiento trasero izquierdo del taxi está el pibe este. Trato de explicarles lo que había pasado, pero muy rápidamente comprendo que no hay posibilidad de que atiendan mi versión de los hechos, ni, mucho menos, tienen interés en hacerlo. Entonces, seguramente para atemperar la cosa, se me ocurre decirles a mis agresores que, si quieren, le pido disculpas al niño. Su negativa incluye más golpes que palabras.
De pronto, sin que ninguno dijera nada al respecto, sin que dijeran "bueno", "basta", "ya está", "vamos", actuando con la sincronización del equipo Ferrari de Fórmula 1 cuando cambia las gomas en una carrera, los tres se dirigen hacia el auto. Uno de ellos, flaco y canoso, con una barba de pocos días, me amenaza desde la calle, justo antes de abrir la puerta delantera derecha, y en su bravata incluye la expresión "no te quiero ver más por  el barrio". La recuerdo claramente porque vivo en el barrio. Y porque pensé en eso cuando lo oí, desparramado en la vereda. El gordo que maneja también dice algo amenazante.
Antes o después de ese hecho, el gordo que viajaba en el asiento trasero derecho interrumpe su retirada cuando llega al cordón de la vereda, a la altura de la parte trasera del taxi, y vuelve corriendo hacia mí para pegarme una patada en el medio del pecho. Bah, en el medio... Un toque hacia la derecha, entre el medio y la tetilla. Como  sucedió con todos los otros golpes que recibí, no pude esquivarlo. Ni siquiera pude intentar esquivarlo. Tal vez haya sido mejor: si ponía el brazo, capaz me lo rompía con su patada a la carrera.
Cuando el gordo que manejaba cierra la puerta del auto, cuando ya se están yendo, veo la licencia del taxi, y se me ocurre intentar memorizar la patente. Acelera y puedo recordar dos cosas: que el taxi no tiene baúl, y que la patente es JRQ780.

(Continuará... Camino al hospital)