El racconto pormenorizado de este hecho y, sobre todo, el de la
agobiante forreada posterior, a cargo del Estado, con cámaras de
seguridad del Gobierno de la Ciudad que no registran imágenes pese a
estar enfrente del lugar, con guardias de hospitales públicos que no te
atienden, con policías que te mandan a averiguar si hay una cámara (como
si ellos no lo supiesen o no lo pudieran averiguar), con empleados de la
fiscalía que responden mails casi en tono de joda, etc...
Ese
relato, digo, quedará interrumpido, supongo que por algunas semanas,
ya que me envenena demasiado recordar cada cosa y bajarlas a palabras
que tratan de ser elocuentes. Me hace mal recordar, pero, al mismo
tiempo, es imposible no recordar. La taquicardia que me asalta cada vez
que un auto se detiene a mi lado -como el de los taxistas agresores esa
tarde- no sé cuándo la dejaré atrás. Lo mismo me sucede con el reflejo
de mirar la patente cada vez que veo un taxi, a ver si es ese taxi, o
con el malestar que me causa cruzarme con cada uno de los tantos tipos
cuyos gestos, a veces mínimos, chorrean violencia en la calle.
Es
necesario, creo, poder decirlo. Que pueda decirlo. Que no sea
inexistente. Como sí lo fue cada una de las veces que lo dije en esa
puesta en escena que busca dejar conforme a quien denuncia, sabiendo,
cada empleado público, mientras te forrea con toda amabilidad, que no va
a pasar nada con esa denuncia. (Como lo sigue siendo, habida cuenta de
la casi nula repercusión de este blog).
Cada vez que en este último tiempo electoral vi a los figurones de siempre hablando de inseguridad y
agitando con poner más cámaras, y toda la sanata esa, siento aún más
veneno por tanta mentira descarada. ¿Para qué mierda ponen cámaras si
cuando necesitás la grabación te dicen que "no registró imagen alguna"?
Y, por cierto, nunca sabré si no registró imagen alguna o si fue una
mentira para que un caso insignificante como este no prosperara.