miércoles, 11 de diciembre de 2013

Intervalo

El racconto pormenorizado de este hecho y, sobre todo, el de la agobiante forreada posterior, a cargo del Estado, con cámaras de seguridad del Gobierno de la Ciudad que no registran imágenes pese a estar enfrente del lugar, con guardias de hospitales públicos que no te atienden, con policías que te mandan a averiguar si hay una cámara (como si ellos no lo supiesen o no lo pudieran averiguar), con empleados de la fiscalía que responden mails casi en tono de joda, etc...
Ese relato, digo, quedará interrumpido, supongo que por algunas semanas, ya que me envenena demasiado recordar cada cosa y bajarlas a palabras que tratan de ser elocuentes. Me hace mal recordar, pero, al mismo tiempo, es imposible no recordar. La taquicardia que me asalta cada vez que un auto se detiene a mi lado -como el de los taxistas agresores esa tarde- no sé cuándo la dejaré atrás. Lo mismo me sucede con el reflejo de mirar la patente cada vez que veo un taxi, a ver si es ese taxi, o con el malestar que me causa cruzarme con cada uno de los tantos tipos cuyos gestos, a veces mínimos, chorrean violencia en la calle.
Es necesario, creo, poder decirlo. Que pueda decirlo. Que no sea inexistente. Como sí lo fue cada una de las veces que lo dije en esa puesta en escena que busca dejar conforme a quien denuncia, sabiendo, cada empleado público, mientras te forrea con toda amabilidad, que no va a pasar nada con esa denuncia. (Como lo sigue siendo, habida cuenta de la casi nula repercusión de este blog).
Cada vez que en este último tiempo electoral vi a los figurones de siempre hablando de inseguridad y agitando con poner más cámaras, y toda la sanata esa, siento aún más veneno por tanta mentira descarada. ¿Para qué mierda ponen cámaras si cuando necesitás la grabación te dicen que "no registró imagen alguna"? Y, por cierto, nunca sabré si no registró imagen alguna o si fue una mentira para que un caso insignificante como este no prosperara.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Visitando al médico legista

El domingo sólo salí de casa para ir a la farmacia (la del "Doctor Ahorro") a comprar el antibiótico. El vendedor no tenía cajas de 10 comprimidos, sino de 14, y me preguntó para qué era. Le expliqué, le dije que "mañana" tenía que ir al médico legista, y me contó que había sido apuñalado (?), y que sólo iban a ser tenidos en cuenta los golpes visibles. Curiosamente o no, los que más me dolían eran los no visibles.
Así, al volver a casa, hice un racconto de todos los golpes que me dolían y de cuáles eran visibles: tibia derecha (raspón visible), rodilla derecha, costillas derechas, costillas inferiores izquierdas, clavícula izquierda, maxilar derecho justo en el ángulo, maxilar izquierdo, pómulo derecho, oreja derecha (raspón visible). Más el que me cortó la boca por dentro y que, por fuera, dejó un hematoma notorio. Y el que me abrió la cabeza.
En los brazos, en cambio, no tenía ningún dolor. Señal de que no pude defenderme.
El lunes a la mañana, después de dormir poco y mal, fui a la calle Azopardo para que me viera el médico legista. Caminé hasta la parada del 4, y cada taxi que veía me daba taquicardia. Especialmente, el que obstruía la parada, estacionado allí mientras el taxista lo limpiaba. Intentando ser disimulado, lo miré atentamente desde la esquina, antes de cruzar, hasta que pude asegurarme de que no era ninguno de mis agresores.
Llegué al lugar, le di mis datos a la recepcionista, que interrumpió su estadía en Facebook para atenderme e indicarme dónde esperar, y, tras unos 20 o 30 minutos, fue mi turno. La doctora ni se levantó de su silla para mirarme. De hecho tuve que acomodar el cuerpo, acercándome, para que viera mi herida suturada, ya que en primera instancia no la había visto.
Le mostré las escoriaciones, le hablé de que me dolían más los golpes no visibles, le dije que había llevado las radiografías. Para entonces, seguramente ya habría dejado de tipear, y me dijo algo así como que esas radiografías no servían: que, para servir, había que hacerlas allí. Pero no profundizó, y yo tampoco atiné a preguntarle. Sólo pude remarcar que el médico del hospital no había mirado las de la cabeza. Se ofreció a mirarlas, lo celebré diría que con efusividad ("te hago un monumento. Bueno, no sé si tanto, pero te lo voy a agradecer mucho"), y me dijo que no había fracturas en la cabeza y que la placa de las costillas derechas estaba mal sacada y no se veía bien. Y me sugirió que tomara Diclofenac para el dolor y que, si me seguían doliendo después de dos días, volviera al hospital.
Eso fue todo. En menos de siete minutos, ya estaba en la calle. Pasé por el lugar al que tenía que ir para hacer el identikit, le pregunté los horarios al cana de la vereda, y en el momento decidí que iba a ir en un par de días. Y fui a tomarme el 2, que me dejaba cerca del hospital, a donde tenía que ir para darme la antitetánica.
Llegué, había banda de gente, y preferí volver a casa y retornar más tarde. A eso de las dos o tres fui de nuevo, y había menos gente: sólo 40 minutos de espera...
(Continuará. En la comisaría, ampliando la denuncia).

lunes, 14 de octubre de 2013

En la comisaría

Comí algo, me llevé un pedazo de baguette (lo único que encontré) para comer por si la espera se hacía larga, me tomé el colectivo y fui a la comisaría.
Habré llegado ocho y media de la noche. Le pregunto al poli de la puerta qué debía hacer y dónde, me dice que es en el primer mostrador. Entro, y el (sub)oficial del mostrador me dice que me siente en una de las sillas que están junto a la pared y espere. Hay sólo una pareja antes que yo, unos pibes que hablan como si estudiaran filosofía en la UCA o en el Salvador. Tendrán 21 o 22 años, se nota que son novios, pero están más interesados en bromear usando su terminología que en besarse.
Al rato, el policeman del mostrador me dice que le cuente qué me pasó. Le explico brevemente, le digo que estoy golpeado y suturado, e, iluso, sospecho que mi condición puede acelerar el trámite. Es más: trato de acercarme al mostrador, pero me dice que no es necesario, que le cuente desde la silla.
La espera se hace larga, llegan los padres del novio, me entero de que estaban sentados en un umbral cercano, en la calle México, y un tipo los apuró y les afanó ambos celulares. Llega el siguiente denunciante, un boletero de la estación Acoyte del subte al que le afanaron la recaudación, acompañado por un abogado de la empresa que habla por celular explicando que llegará tarde a la reunión de amigos que tiene prevista para ese sábado a la noche.
Al rato, atienden a los chicos estos. Mientras la tele está sin volumen en un canal de videos, por un oído escucho su declaración: les preguntan hasta el color de los celulares robados. Por el otro, el robo de la boletería: el tipo sale a abrir la salida luego de una interrupción en el servicio, y en ese momento en que dejó vacío su cubículo, alguien se metió y se llevó como 10000 mangos. El abogado se va, el tipo llama a su hijo, le cuenta todo de nuevo, le dice que no venga, que no es necesario, le pide que no le diga nada a la madre...Yo voy un par de veces al baño, a hacer pis y a comer un poco del pan que llevé, porque me de un poco de vergüenza comerlo delante de todos. Los pibes terminan su declaración, pero no me atienden de inmediato. El (sub)oficial se va, varios policías hablan del partido que se está jugando, entran y salen...
El boletero me da charla. Me cuenta su peripecia, la cual ya conozco. Me habla de su vida, de que lo operaron del corazón, de que se fundió su negocio anterior. Yo le cuento por qué estoy allí... Llega su hijo, el tipo le cuenta todo de nuevo. El pibe me pregunta qué me pasó, y tengo que contarle a él también.
Cuando un poli aparece, nos ilusionamos, pero rápidamente nos desilusionamos cuando vemos que no se sienta en la silla. El hijo del boletero es joven y está nervioso. Encara a uno de los polis y le dice que están esperando un paciente cardíaco y una persona que fue golpeada y debería estar haciendo reposo. Ahí me cae la ficha de mi estado. Yo le doy para adelante mientras el cuerpo aguante, yo supongo que "es así" hacer una denuncia, pero su mirada desde afuera me pone en contexto.
Finalmente, unos minutos después, me atienden. Doy mis datos, le cuento los hechos tratando de ser bien detallado. En un momento me pregunta si tengo testigos, y le digo que no. Me pregunta si hay cámaras de seguridad, y le digo que no sé, que no vi: me dice que vaya y me fije, y vuelva en la semana con el dato y haga una ampliación de denuncia. Yo, como un boludo, y dando por sentado que "es así", no le pregunto por qué tengo que ir yo y no ellos, no le pregunto si conocen o no la ubicación de las cámaras, simplemente acepto, incapaz de salirme de la dinámica que ellos proponen.
También me pregunta si puedo reconocer a mis agresores, y casi sin esperar mi respuesta comienza la siguiente pregunta. Lo interrumpo y le digo que a uno de ellos, al canoso que me amenazó desde la puerta delantera derecha sí podría reconocerlo.
Entonces me da un papel para ir al médico legista, otro para ir a hacer el identikit y la copia de mi denuncia. Me pide que la lea. No sólo no está redactada como yo le dije (como fui pensando con la intención de ser concreto y claro), sino que apesta de errores de ortografía, sobre los cuales no digo nada. Le hago una corrección, ya ni me acuerdo cuál, buscando mayor precisión en el relato, y eso demora unos minutos la cosa: tiene que corregirla, tiene que imprimirla de nuevo...
Por fin, me da la constancia de mi denuncia y los papeles para ir a la calle Azopardo, y me puedo ir. Son las once de la noche. Me vuelvo caminando a casa, por una calle oscura, mirando para todos lados, no sea cosa de que me encuentre de nuevo con mis agresores: estoy a cuatro o cinco cuadras, no más, del lugar de los hechos, del "barrio" al que me dijeron que vuelva.
Llego, me baño, me acuesto y, justo antes de dormirme, mientras hago un repaso de todos los dolores que tengo, me pongo la mano sobre el pecho y se dispara un nuevo dolor, en la base de las costillas, del lado izquierdo, que será el más intenso y prolongado de todos.

(Continuará... Haciendo trámites en diversos lugares)

viernes, 4 de octubre de 2013

En el hospital

La foto sin flash salió mal. (Veo esto y me gana el odio, tacheros hijos de puta)
Una vez en el shock room, él y una chica -entiendo que enfermeros ambos- me miraron la herida y dijeron que había que coser. La primera vez que me iban a coser... El tipo me afeitó la zona cercana a la herida, yo le hice una broma referida a su moderno corte de pelo y, mientras esperábamos que vinieran el médico y el cirujano, les pedí que me sacaran una foto del corte. Hasta me acuerdo de que sacaron dos, porque la primera, sin flash, no dejó conforme a la enfermera devenida fotógrafa. Según ellos, una herida así no se hace a mano limpia, sino con una manopla o, al menos, con un anillo.
Después vino el médico, de origen altiplánico, a quien le conté nuevamente los hechos. Me hizo una orden para dos radiografías de mi cabeza y una de mis costillas derechas, donde había recibido la última patada, el único golpe que pude identificar en el momento de recibirlo. Le insistí especialmente respecto de la situación legal: qué tenía que hacer yo -y qué tenía que hacer él- para que, cuando fuera a hacer la denuncia, o más adelante en el proceso, no me dijeran "falta tal cosa".
Al rato entró un pibe de unos veintipocos años con un balazo en la pierna. Le habían querido robar una cadenita por Caseros y Pichincha, y el balazo le fracturó un hueso, el peroné o la tibia. Alcancé a ver su radiografía, y parecía rebanado con un hacha: había que operarlo y ponerle un clavo. Luego llegaron su novia con un par de amigos y la hermana... De a ratos estaba bien de ánimo, y de a ratos como que caía, y parecía a punto de quebrar. En el hospital no había cama, y tuvo que gestionar él, desde uno de sus teléfonos, un lugar (el Finochietto, de Avellaneda, donde labura un familiar de un amigo), porque tampoco tenía prepago. Ni una silla de ruedas había en la guardia para que se fuera: un amigo de él debió llevarlo en brazos.
Como el cirujano se seguía demorando ("está operando", fue la explicación), me dijeron que ganara tiempo y me sacara las radiografías. En ese tiempo muerto, le di un poco de azúcar a mi cuerpo tomando el jugo Ades que llevaba. Lo saqué del bolsillo derecho del pantalón y vi que estaba todo abollado, como si hubiera recibido alguna de las patadas que me dieron cuando caí al piso. Recién ahí tomé conciencia de que la cámara pudo haber corrido igual suerte, porque la llevaba en el bolsillo izquierdo, pero afortunadamente salió ilesa.
Fui a la sala de rayos y, mientras esperabámos, tuve que contar nuevamente lo que me había pasado. Esta vez a una chica muy linda y a su pareja, que acompañaban al hermano de ella, quien, un poco alcoholizado -como de costumbre, según decían-, había tenido un entredicho del que salió maltrecho. Otro de los presentes, tal vez un enfermero, me preguntó si me habían dicho que me tenían que dar la antitetánica, y le contesté que no. Se enojó por eso ("¡cómo puede ser que no te lo hayan dicho?"), y yo traté de ser componedor con un "me lo dirá el cirujano, supongo".
Me acuerdo de la chica, rubia, de unos 30-35 años, con campera negra, porque yo trataba de no mirarla demasiado para que no se notara que me gustaba mucho. Antes de que me atendieran, alguien hizo saber que había llegado el cirujano, y volví al shock room. Le conté a él también lo que me había pasado, y sin hacer mayores comentarios me cosió. Primero fueron unos cuantos pinchazos en la cabeza, los más dolorosos, y luego el hilo y la aguja...
Al terminar, vi un par de gasas que había usado, y estaban empapadas de sangre. No rojas en el centro, rosadas alrededor del centro y blancas en los extremos. Todas rojas de sangre viva, de sangre mía. Poco después de eso, y antes de volver a la sala de rayos, empecé a sentirme mareado, y a ver algo que podría describir como una guirnalda de colores del lado izquierdo. En las historietas son estrellitas, pero esta vez eran guirnaldas.
Eso y una sensación de debilidad parecida a la única vez que me desmayé fueron un alerta para mí. Y les di el alerta a ellos. Me dijeron que me sentara en una silla con apoyabrazos y respaldo, y lentamente fui recuperándome. Cuando me sentí un poquito mejor, y consciente de que a mi cuerpo le quedaba poca energía, decidí comprar otro jugo o algo para comer.
Recordé el kiosco del pasillo, a la izquierda del hall de entrada, y cuando estaba yendo hacia allí, un niño pequeño, junto a su madre -también ellos de rasgos altiplánicos-, lloraba mucho por una herida en la cabeza. El cirujano cero onda lo atendía indiferente, y yo le hice un gesto al chico, tratando de aliviarlo. Obviamente, fue en vano. Se me ocurrió decirle: "Si es como me pasó a mí, lo más doloroso son esos pinchazos. El hilo no duele tanto". Pero no se lo dije. No sé por qué.
Llegué al kiosco, y estaba cerrado. Entonces salí del hospital, crucé la calle y fui a un kiosco que vi enfrente. Pedí un jugo Ades y le pregunté al kiosquero cuánto costaba, porque sólo tenía 5 pesos. Le dije "sólo tengo 5 pesos", y el jugo costaba 5 pesos...
Me lo tomé mientras esperaba de nuevo en la sala de rayos. Finalmente, me atendieron, y, de nuevo, debí contar lo que me había pasado. Temí haberme movido durante la placa de tórax, pero no me dijeron nada cuando me las dieron. Volví al shock room, que había quedado vacío, y me quedé ahí, esperando al doctor. El tiempo pasaba y nadie venía a ver las radiografías ni a preguntarme cómo estaba.
Al rato apareció una mina, que parecía médica, e interrumpí su difusa actividad para preguntarle qué hacer. Me dijo que esperara, que el médico ya iba a venir. No sé cuántos minutos pasaron, pero seguro fue un rato considerable. Creo que fue en esa espera que me lavé las manos. Las conservaba ensangrentadas a propósito, porque también quería una foto de ellas, pero el tiempo pasó, la gente se fue, y ya no dio ni pedirle a alguien que me sacara una foto ni, menos, hacerlo yo solo.
Al final, fui a buscar al médico a la otra punta de la guardia. Esperé a que terminara con la paciente a la que atendía y lo encaré. Tuve que darle mis datos nuevamente, casi que debí explicarle todo de nuevo. Miró la placa de tórax con un detenimiento que parecía revelar que no veía nada -tal vez por la poca fuerza de los tubos fluorescentes-, me dijo que me fajara y me recetó un antibiótico y, tal vez, un analgésico. Las radiografías de mi cabeza ni las miró. Yo insistí con las preguntas respecto de qué pasos seguir (recuerdo que le pedí el número de página del libro de guardia donde estaban anotados los datos, seguramente porque alguien me indicó eso) , y me parece que él tampoco tenía mucha idea. Me di cuenta rápidamente de que no iba a obtener más datos útiles, y ahí terminó todo.
Y me volví a casa para comer algo antes de ir a hacer la denuncia en la 10ª.

(Continuará... En la comisaría)

viernes, 27 de septiembre de 2013

Camino al hospital


violencia urbana impune mi cabeza rota
Una de las fotos que me saqué mientras iba al hospital

Se fueron, y quedé donde me dejaron tirado: en la vereda. Me senté con la espalda apoyada en la pared y con un desconcierto tan grande que es lo que más me cuesta describir hasta este punto del relato. Tratando de reacomodarme física y mentalmente después de la inesperada tempestad, siento el sabor de la sangre en la boca. Paso la lengua por el dorso de mi mano derecha y veo la saliva veteada de rojo. Antes o después de eso, pienso: "Ya pasó, sigamos con lo que íbamos a hacer".
Alguna gente, muy poca, pasa caminando por la vereda, y nadie nota nada en esta persona aturdida que está sentada en la vereda. Unos pocos minutos después, tal vez dos o tres, siento una humedad en el cuello, del lado izquierdo. Me paso la mano y la saco empapada de sangre. Es la primera vez que estoy en una situación así, y no sé si ir primero al hospital o a la comisaría; pero está claro que esos son mis próximos dos destinos, que el plan anterior acaba de quedar en el olvido.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pero habrán sido tres o cuatro las veces que me pasé nuevamente la mano por el cuello con la esperanza de que fuese menos la sangre que me quedara en las manos. Y eso no ocurría... Recuerdo que un par de veces apoyé con fuerza la cabeza contra la pared, a la altura de donde imaginé que estaba la herida -que no me dolía-. Obviamente, fue en vano: la sangre siguió saliendo. Y (poca) gente siguió pasando sin reparar en mí, salvo una criatura de cuatro o cinco años, que caminaba de la mano de su madre. Tal vez me haya mirado porque estaba a su altura, tal vez porque hice un gesto con la mano, como saludándola, y las palmas estaban totalmente rojas.
(Me pregunto ahora, recordando y escribiendo:  ¿por qué no le dije nada a nadie?, ¿por qué no le dije a alguien que pasaba, al tipo del garaje de al lado? ¿Y por qué no grité? ¿Y por qué no pude defenderme ni parar un solo golpe? ¿Hay algo vincualdo con sentirme culpable en la decisión de arreglarme solo, de no decirle a alguien "me cagaron a palos, estoy sin teléfono, estoy sangrando mal"? Encima, en Buenos Aires casi no quedan teléfonos públicos. Justamente, a diez metros de ahí había uno, del que solo quedan un cuadrado de cemento en la vereda y mi recuerdo.)
Cuando me resultó evidente que la sangre no iba a parar, decidí que primero iba a ir al hospital. Primero y ya. Al más cercano, al Ramos Mejía, porque no tengo prepaga. Me paré y emprendí el camino, mientras recordé que en Boedo e Independencia, en la esquina del restorán, había visto a un policía cuando pasé por ahí, cuando crucé la calle y fui unos metros por la vereda de la sombra para evitar el semáforo peatonal a mitad de cuadra. En el trayecto, encontré un papel y anoté con la llave la patente del taxi de los agresores: JRQ780.
Llegué a Boedo y el policía no estaba. Lo vi a lo lejos, acercándose a Maza, y lo alcancé cuando él ya había doblado. No recuerdo qué le dije para llamar su atención, me preguntó si "¿pasa algo?" y le respondí "sí", mostrándole las palmas de mis manos rojas. Su expresión cambió, me preguntó qué había pasado, y le conté mientras caminábamos hasta México. Me dijo que, como el hecho había ocurrido del otro lado de Boedo, la denuncia la tenía que hacer en la comisaría décima. Me dijo que hiciera la denuncia cuando le pregunté sobre las posibles consecuencias que podría acarrarme, habida cuenta de las amenazas. Me dijo a qué hospital ir, cosa que yo ya sabía...
De eso y de alguna cosa más hablamos en la esquina, donde nos detuvimos unos minutos. Semanas más tarde, y a raíz del comentario de una médica, caí en la cuenta de que no se ofreció a acompañarme, de que no me preguntó cómo me sentía o si estaba en condiciones para llegar al hospital. Nada. Sus palabras y su presencia tenían un límite: Maza y México, esquina sudoeste. Fui por México, por la vereda norte, y, mientras caminaba, me saqué unas fotos del lugar donde intuía que estaba la herida. Ninguna me dio una imagen clara de la situación.
Llegué al hospital, le dije al tipo que estaba en la ventanilla de la guardia lo que me había pasado y, nuevamente, la atención y el interés aumentaron cuando mostré mis manos. Me dijo "pasá por la segunda puerta", y allí fui.

(Continuará... En el hospital)

jueves, 19 de septiembre de 2013

Cómo me rompieron la cabeza


El lugar donde me cagaron a golpes. Independencia al 4000, justo donde están las ventanas esas.

El sábado 13 de abril estaba fresco. Creo que fue el primer fin de semana fresco, de esos cuyas tardes no permiten salir a la calle en remera. El portero estaba haciendo unos arreglos en casa, y decidí salir a dar una vuelta. El destino lo elegí a una cuadra de casa, cuando volví sobre mis pasos y fui hacia Independencia para llegar a Caballito. Tal vez fuera a dar un paseo en el tranvía histórico, tal vez sólo sacara algunas fotos urbanas por ahí.
Sin campera, sólo con un buzo, elegí caminar por la vereda del sol para mitigar el frío. Cuando estaba por cruzar Castro (o, tal vez, Yapeyú) veo que un niño gordo, de unos 10 o 12 años, viene corriendo en sentido contrario al mío. Tenía una remera blanca, posiblemente con la inscripción de un colegio, y, si no me equivoco, una campera de gimnasia abierta. Su cara estaba completamente colorada por el esfuerzo, y en esos instantes en que hice contacto visual con él noté que no me había visto, que su mirada estaba fijada en un punto detrás mío.
Habrá pasado medio segundo. Quizá uno entero. Ese tiempo ínfimo en que seguí mirándolo hasta darme cuenta de que no sólo no me había visto, sino, también, de que ya no me iba a ver, y que me iba a llevar por delante. No iba a ser un choque plenamente frontal, sino que su lado derecho iba a impactar contra el mío. Lo único a lo que atiné fue a protegerme, cubriéndome el torso con mi brazo derecho flexionado sobre el pecho. (Recién en el hospital, reconstruyendo mentalmente el hecho, pude responderme la pregunta "¿por qué no lo esquivé?": no pude hacerlo porque yo iba del lado de la pared. El que tenía margen para abrirse era él).
El choque me dolió, pero no le dije nada. Era un chico. A un tipo grande le habría dicho, al menos, "mirá por dónde caminás, boludo". Él tampoco dijo nada. Unos cuantos metros más adelante pensé "me dolió más a mí que a él", y me di vuelta para ver si acusaba el golpe como yo, pero no lo vi.
Seguí caminando, me agarró el semáforo de Quintino Bocayuva. Cuando se puso en verde, crucé esa calle. Pasé por la heladería de la esquina, por el kiosco donde venden relojes, por el kiosco que está junto al garaje, por la puerta del garaje... A esa altura recuerdo haber girado mi cabeza hacia mi derecha, sin detenerme, sorprendido por algo: era un taxi que venía muy rápido y se detenía junto a mí. En esa foto mental el taxi ya tenía la puerta del conductor abierta, como si este la estuviera sosteniendo con la mano mientras frenaba.
Volví a mirar al frente y no habré dado más de tres pasos que siento golpes en mi cara, en toda mi cabeza, unos golpes que me sacuden y me dejan mirando para la vereda de enfrente. Unos golpes que no me dejan ver, porque me encorvo para protegerme y porque, aun sin verlas, puedo sentir que son varias personas las que me pegan. Unos golpes que, finalmente, me hacen caer al piso, donde me siguen pegando, ya no solo trompadas, sino también patadas.
Recién cuando estoy en el piso dicen algo que explica la situación. Dicen que le pegué a un chico. Dicen que el chico es el hijo de uno de ellos. La golpiza se interrumpe unos segundos y puedo ver que en el asiento trasero izquierdo del taxi está el pibe este. Trato de explicarles lo que había pasado, pero muy rápidamente comprendo que no hay posibilidad de que atiendan mi versión de los hechos, ni, mucho menos, tienen interés en hacerlo. Entonces, seguramente para atemperar la cosa, se me ocurre decirles a mis agresores que, si quieren, le pido disculpas al niño. Su negativa incluye más golpes que palabras.
De pronto, sin que ninguno dijera nada al respecto, sin que dijeran "bueno", "basta", "ya está", "vamos", actuando con la sincronización del equipo Ferrari de Fórmula 1 cuando cambia las gomas en una carrera, los tres se dirigen hacia el auto. Uno de ellos, flaco y canoso, con una barba de pocos días, me amenaza desde la calle, justo antes de abrir la puerta delantera derecha, y en su bravata incluye la expresión "no te quiero ver más por  el barrio". La recuerdo claramente porque vivo en el barrio. Y porque pensé en eso cuando lo oí, desparramado en la vereda. El gordo que maneja también dice algo amenazante.
Antes o después de ese hecho, el gordo que viajaba en el asiento trasero derecho interrumpe su retirada cuando llega al cordón de la vereda, a la altura de la parte trasera del taxi, y vuelve corriendo hacia mí para pegarme una patada en el medio del pecho. Bah, en el medio... Un toque hacia la derecha, entre el medio y la tetilla. Como  sucedió con todos los otros golpes que recibí, no pude esquivarlo. Ni siquiera pude intentar esquivarlo. Tal vez haya sido mejor: si ponía el brazo, capaz me lo rompía con su patada a la carrera.
Cuando el gordo que manejaba cierra la puerta del auto, cuando ya se están yendo, veo la licencia del taxi, y se me ocurre intentar memorizar la patente. Acelera y puedo recordar dos cosas: que el taxi no tiene baúl, y que la patente es JRQ780.

(Continuará... Camino al hospital)